Ayer Mar y yo tuvimos la oportunidad de estar con dos de nuestras novias de este año. Pruebas de peinado previas a la boda, elección del vestido, alianzas, etc… Son momentos bastante especiales. Hay nervios, dudas, ilusión, cada novia lo vive a su manera. Pero en ambos casos nos llamaron la atención las mamás. La madre de la novia a menudo juega un papel especial en la boda, sobre todo en su preparación. Colabora con ella, le aconseja, le acompaña a las pruebas del vestido, opina… La relación madre-hija se estrecha y se hacen patentes las diferencias de carácter, la complicidad que hay entre ellas, las coincidencias -o no- en gustos, cómo entiende cada una el concepto de “boda”. Historias íntimas, privadas que, como fotógrafo, uno tiene el privilegio (porque así lo considero) de ver de cerca.
La mirada de una madre cuando ve a su hija vestida de novia por primera vez dice muchas cosas. Hay muchos sentimientos en juego, recuerdos personales, ilusiones, quizá temores y, sin embargo, son momentos que no suelen aparecer en la mayoría de los reportajes. Las madres, aún con sus propias ideas, gustos e intenciones, son cómplices de la novia en todos esos momentos y casi siempre habrá algo de ellas en el aspecto final de la novia cuando se acerca al altar. Pero, es curioso, cuando llegue ese momento, su papel normalmente habrá terminado. No serán ellas las protagonistas, no serán ellas las que lleven a su hija al altar, una tarea por costumbre reservada al padre. Las veremos emocionadas viendo a su hija casarse, pendientes del velo, del vestido, del pañuelo para las lágrimas de su hija, pero ellas quedarán en un segundo plano. Normalmente es así.
Hoy me planteaba que quizá las bodas no sean más que un reflejo de lo que pasa en la vida. De la labor callada de las madres, de su entrega, de su esfuerzo constante. Pero también de esa certeza en que su momento pasará y llegará un día en que sus hijos no las necesitaremos más.